Ante la expectación de la grey casi petrificada, sigilosamente unas expertas manos ˗las mismas de todos los años- manipulan las palancas del alumbrado de las calles aledañas a la Catedral con eficiencia prevista.
Igual que la hora nona del primero de los tres días que anunciaron nuestra Redención se sumió en plena oscuridad, sobre la ciudad de San Cristóbal de La Laguna la falta de luz es impenetrable en la secunda vigilia.
Los corazones laten muy deprisa y las respiraciones se entrecortan con suspiros contenidos bajo el antifaz de los hábitos de los cofrades mientras su devoción emocionada se desborda.
El silencio es ahora el sonar tintineante de unas campanillas y el retumbar sobrecogedor de unos regatones al apoyarse en el suelo, mientras, al unísono acompasado, los hombros hacen de sábana al Señor Difunto en su camino humano hacia a la sagrada sepultura.
La multitud de fieles, curiosos, e incluso de quienes se resisten a creer y sin saberlo ya están creyendo, abarrotan las aceras buscando el instante en que puedan ser partícipes en primera fila del fúnebre cortejo.
Sin embargo, los atentos penitentes solo atienden a la razón de su honorífico trabajo, que no solo es tradición: es entrega, ejemplo y testimonio.
Entre el incienso y el humo de la cera, la procesión se detiene en cada cruce proclamando el momento en todas las perspectivas de la urbe patrimonial, leal, fiel y de ilustre historia. Brilla la plata de la urna que con rodillos y cinceles modelaron anónimos orfebres laguneros. Los angelitos custodios no pierden cuidado del glorioso cadáver con su melancólica mirada.
El templo de Santo Domingo se convierte en sepulcro donde todos le rinden homenaje en forma de besapié en ceremoniosa despedida; sin embargo, nadie se marcha triste ni acongojado porque saben que sus palabras se cumplieron: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás».
Jesús Maury-Verdugo García.